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Con una esquina rota

No quiero ser... (acabado)

Con los primeros rayos de sol de una primavera tardía la gente se echó a las calles para tomar los escasos espacios verdes de la ciudad y dejar en ellos al descubierto la mayor cantidad posible de blanquecina piel.

D. caminaba por la Gran Vía fascinado por las estatuas que remataban algunos edificios señoriales, soñando con ver Madrid desde alguno de aquellos torreones acristalados con forma de cúpula de iglesia que allá arriba, lindando con el cielo, el atardecer pintaba de naranja.

Sus ojos de 'guiri' se detenían en el delantal de una lotera gitana que vociferaba
los números de la suerte; en las larguísimas y ennegrecidas uñas de los pies de
un mendigo o en las piernas de las jóvenes que empezaban a lucir sus carnes con
la llegada del buen tiempo.

“Me gusta esta ciudad”, se dijo, justo antes de que una presión en su hombro lo bajara de la nube de ensimismamiento desde la que escrutaba su entorno.

-Perdone, joven, ¿para la Puerta del Sol...? –preguntó una señora teñida de rubio y entrada en la cincuentena.

D. conocía el lugar pero era incapaz de soltar prenda en castellano. Se encogió de hombros y ladeó la cabeza a derecha e izquierda.

La señora le dedicó una mirada encolerizada, despectiva. Él, tan contento, le devolvió una sonrisa. La operación comenzaba a dar sus frutos.

Dio un paso más. En Callao, antes de entrar en Preciados, se detuvo en una esquina para coger aire. Llegó hasta la Puerta del Sol por el mismísimo centro de la calle, envuelto por la marea de gente que iba y venía, la mitad estresada por sus hipotecas y frustraciones, y la otra mitad preocupada porque su equipo, el Real Madrid, si nada lo remediaba, iba a ser desahuciado de la Galaxia (en la que habitaba más como okupa que como propietario legal), por orden del Valencia C.F, en la última jornada.

Nadie volvió a reparar en él.

Por primera vez, desde que llegó a España por trabajo unos meses atrás, disfrutaba de una reconfortable sensación de libertad.

Esa mañana se había propuesto que fuera el inicio de su nueva vida, aunque todo formaba parte de un plan preparado minuciosamente. Las cosas se habían puesto insoportables en el trabajo. Corrían malos tiempos en la empresa, en la que él era una pieza importante. Pero ya no aguantaba más presiones. Cortó por lo sano.

Dio la cara, nunca mejor dicho, hasta dos semanas atrás. Un viernes por la tarde, salió del trabajo con la idea de no volver. Ni pío a los jefes, ni a los compañeros...y, ni tan siquiera, a su mujer.

Se marchó directo a una reconocida clínica de cirugía plástica. Tras la intervención pasó una semana recluido en una pensión cercana.

La operación había sido sencilla pero efectiva. El paseo por el centro de la capital lo estaba confirmando.

Seguía sin rumbo por las calles hasta que apareció en la Plaza Mayor. Allí, disimuladamente, se adosó a un grupo turístico de compatriotas que seguían atentos las indicaciones de la guía. Cuando, después de un buen rato, comprobó que nadie se había fijado en él, se separó de ellos con el mismo sigilo con el que llegó.

Entró en una taberna para llenar el estómago y acabar de tentar a la ciencia. Pidió un bocadillo de calamares y una caña por señas y se hizo un hueco en la barra, muy concurrida a esas horas.

Entre bocado y bocado, mientras masticaba con deleite, miraba a los parroquianos directamente a los ojos. Sin vergüenza, con la “inmunidad” que concede tener pinta de guiri que flota en los mundos de yuppi.

De repente, escuchó su nombre. Estuvo a punto de atragantarse. Antes de girarse, tomó un sorbo de cerveza para digerir aquel golpe en el bajo vientre.

Un hombre indignado, al fondo de la barra, volvió a repetir su nombre y, ahora, además, añadió varios insultos.

Por primera vez, se arrepentía de estar solo en aquella ciudad. Quizá era el momento de poner en práctica sus dotes físicas y técnicas.

Su instinto le decía que debía salir por piernas, zafarse de aquel enfurecido personaje. Soltó sobre la barra un billete de 20 euros con la velocidad de un pistolero del oeste, metió la barbilla contra el pecho y salió de la taberna con la cadencia de un marchador de atletismo.

De nuevo en la Puerta del Sol, se metió en el primer taxi que asaltó y pronunció “barajas” con marcado acento inglés.

Mientras el taxista marcó la tarifa del aeropuerto, él comprobó por la ventanilla que nadie le había seguido.

Compró un billete para el primer vuelo hacia Londres y varios periódicos. En la sala de espera de embarque fue incapaz de sentarse. Su foto estaba en todas las portadas. Dobló toda la prensa que llevaba y la guardó en una bolsa de plástico.

Incomprensiblemente, la situación lo había desbordado. Sabía que el cambio de imagen lo protegía pero se mostraba inquieto, impaciente. Paseaba de esquina a esquina, sin rumbo, perdido, desconcertado.

“Buenos días” -lo interrumpió una voz cortés pero firme. ¿Podría mostrarme su documentación?” -le requirió aquel hombre mientras se identificaba mostrándole discretamente su placa de la Policía Nacional. El cuerpo estaba muy susceptible y aquel tipo había levantado sospechas. El agente de la secreta puso cara de póker cuando comprobó el pasaporte. No tanto por el hecho de que la foto y el sospechoso no se parecieran en nada, sino por la identidad que figuraba en el pasaporte, perfectamente en regla.

Lo miró fríamente y le dijo: “¿Beckham?, ¿David Beckham?”. Lo cogió del antebrazo a la vez que le hizo una invitación amistosa: “Perdone, pero creo que debe acompañarme a comisaría para aclararme de dónde ha sacado esto.”

2 comentarios

Anónimo -

“Me gusta esta ciudad”, se dijo, justo antes de que una presión en su hombro lo bajara de la nube de ensimismamiento desde la que escrutaba su entorno.

-Perdone, joven, ¿para la Puerta del Sol...? –preguntó una señora teñida de rubio y entrada en la cincuentena.

A.S -

...se detenían en el delantal de una lotera gitana que vociferaba los números de la suerte; en las larguísimas y ennegrecidas uñas de los pies de un mendigo o en las piernas de las jóvenes que empezaban a lucir sus carnes con la llegada del buen tiempo.